Por Claudia Rafael
(APe).- “El golpe y el maltrato constituyen una escuela de mucha violencia y de mucho disciplinamiento para aquellos a quienes pegan pero también para los otros. Y ahí se instala la certeza de que puede suceder a todos”. Esa definición de Alcira Daroqui en entrevista con esta Agencia sobrevive intacta a pesar de los años transcurridos. Se inscribe a la perfección en el universo que ofrecen las fugas, los motines, las violencias que se vienen sucediendo en Villa Nueva Esperanza, el predio de Abasto que cobija la mayor parte de institutos cerrados de la provincia. Ocho en total. Donde se entremezclan edades, lugares de procedencia, tipos de delitos. Un predio enrejado y custodiado por policías bonaerenses que toman por asalto ante cada rebeldía, ante cada atisbo de motín y se apropian de los cuerpos en una multiplicación de violencias de quienes fueron formados para la cultura de la crueldad.
“Así ocurrió el 25 de diciembre pasado en El Castillito. Decenas de policías irrumpieron en cuestión de minutos. En donde se entremezcla, además, el miedo de los guardias de perder el trabajo o de ser sumariados con la falta de recursos. Hay guardias de 2 personas controlando a 20 ó 25 pibes”, cuenta una voz de riguroso off. “Y acá el tema no son las fugas. Porque en Castillito no se fugó nadie. El 9 de marzo en el Carlos Ibarra, 5 pibes violaron a otro. Y no se fugó ninguno. El 16 de marzo en el COPA, hicieron mierda todo el instituto. Pero no se fugó ninguno. Rompieron todo. A Roberto Carrillo, el director desde hace 17 años, le tiraban las lapiceras desde la oficina y le gritaban: ¿cómo era que no había hojas? ¿Que no había biromes? Y se las tiraban desde arriba con la rabia contenida”, continuó el relato.
El 18 de marzo en el Gambier, “donde hay arriba de 20 pibes, había 2 guardias. Muertos de miedo. Y los pibes huelen ese miedo. Y los mismos guardias saben que como los pibes viven engomados, están esperando devolver la violencia de que son víctimas permanentemente. Es apagar un incendio con nafta”.
Los golpes castigan. La violencia castiga. El encierro castiga.
El calor, como en los días de 40° de este verano en que los pibes permanecían encerrados en los largos procesos de sanción, castiga. El frío, desde que hace un par de años un eucaliptus cayó y rompió un caño de gas, castiga. Porque hay que rehacer todas las conexiones y cambiar las cañerías y no tiene sentido alguno para el poder político, el poder judicial o el pensamiento medio de la sociedad, invertir para el descarte social.
La comida, elemental, sin nutrientes, escasa, también castiga. “En el centro cerrado Castillito y en el COPA los jóvenes manifestaron que las porciones son chicas y que muchas veces la comida -tarta de verdura o pollo- está cruda. Esto fue constatado en diferentes inspecciones y se confirma en el registro de uno de los jueces de Garantías: ´Encontrándome en el lugar y siendo la hora del almuerzo, puedo corroborar el reclamo de los internos con la comida entregada ese día, la cual consiste en milanesas (chicas y de apariencia duras y pasadas en su elaboración) y una pequeña porción de puré de zapallo´” (Informe del Comité contra la Tortura 2018).
La falta de visitas, porque los pasajes cuestan caros y ya la provincia no los entrega entonces reina la política del aislamiento familiar y afectivo, castiga.
La humedad de las paredes y el hacinamiento castigan.
La ausencia de un sistema de salud castiga. Se lee en el mismo informe que hay una enfermería centralizada para los ocho institutos. Y que: “No cuenta con sala de internación ni sala de aislamiento para jóvenes con enfermedades infectocontagiosas”; “a los jóvenes les faltan piezas dentarias y frecuentan procesos infecciosos e inflamatorios que solo se detienen por un tiempo hasta que vuelven a aparecer”; la ambulancia “sólo permanece hasta el mediodía”; “el suministro de medicamentos es realizado por los asistentes de minoridad, utilizando controles de toma diferenciales”; “hay un solo baño: está en malas condiciones, sucio y no cuenta con agua caliente”, entre tantas otras caracterizaciiones de una política sanitaria sistémica y parte de una misma maquinaria global.
Una maquinaria que no distingue estas cárceles de niños y jóvenes de aquellas de los adultos. Más bien son construidas a imagen y semejanza. Espacios en los que los mismos guardias están formateados para reflejar el pensamiento social extendido de que se trata de “negros de mierda”, “barderos”, “descartables”, “portadores del mal” a los que habrá que aleccionar sea como fuere. Y entre tantas otras rutinas de perversión obligan a dirimir los procesos de descarte y eliminación en enfrentamientos provocados entre pibes que ya tenían disputas en las cárceles a cielo abierto en las que vivían antes del encierro en las cárceles a cielo cerrado.
Son ellos los detentores de la perversión y la malignidad a los que habrá que exponer con obscenidad como el principal objetivo para sanear y salvar a la sociedad.
Y bajo esa perspectiva es que se pergeñan esos depósitos que responden a las lógicas sociales del encierro punitivo. Concebidos para la multiplicación de la violencia a través de peligrosos procesos de domesticación que van abonando la ira y la rabia que cíclicamente estalla.
Los institutos de menores, ese fatal eufemismo de centros de tortura, son la muerte-suplicio. Concepto que Foucault definió como el “arte de retener la vida en el dolor, subdividiéndola en mil muertes y obteniendo con ella, antes de que cese la existencia, las agonías más exquisitas”.
El predio carcelario juvenil de Abasto juega una vez más con la trampa del lenguaje. Villa Nueva Esperanza se llama. Allí donde traspasar las rejas en que la bonaerense tiene la potestad de custodiar los límites entre el bien y el mal se cultiva el abatimiento, la desesperanza y la desesperación. En “Para una geografía del encierro”, de Alberto Morlachetti, se lee que “la forma más novedosa y sutil de la prisión es esta condena a permanecer a la intemperie del mundo, del otro lado del espejo, en un calabozo de castigo cuyas paredes lindan con la nada”.
Mientras al mismo tiempo animara a romper de una vez y para siempre todos los espejos y salir a juntar colectivamente los retazos de la esperanza.
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