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Transformarlo todo

El Club Vanulén lleva más de diez años de puertas abiertas, en la manzana 23 de la Villa 21-24, al sur de la ciudad. El último sur, el que ya no dá ni para la poesía, el cacho de ciudad que es como un perro al borde de la mesa, esperando que los sentados acaben su asado para ver si liga algún hueso. Bah, al menos eso es lo que muchos piensan. Vanulén significa “esperanza”, en una de las tantas lenguas que Occidente anotó de mala gana contra el margen de su hoja, en el rincón de los “dialectos”. Esas rebajas, esos abaratamientos, acaso tengan que ver con quiénes las usan, con quiénes se abrigan con esas palabras. Criterio hermano del que se usa para distinguir entre arte y artesanías, y entre artistas y artesanos. En los barrios del sur se conocen estas sangrías del lenguaje. El goteo tenaz de palabras e imágenes que nada tienen de inocentes y que van formando un barrial. En los últimos diez días, se intensificó la remodelación de Vanulén. Se sumaron muchas manos y se le cambió la cara al lugar. Instalación eléctrica, baños y cocina, revoque en las paredes y tachos de pintura de muchos colores, fachada nueva, oficina, biblioteca y medidas de seguridad activadas. Estaba prevista para el viernes 22 la inauguración del profesorado: las invitaciones impresas, el barrio ya lo sabía y el tiempo apremiaba. Sí, leyeron bien: abrió un Profesorado en la Villa, se llama Pueblos de América, y ahí los vecinos y vecinas del barrio van a estudiar para ser maestros de la escuela primaria. En este preciso momento hay un grupo de estudiantes en el aula, poniéndole el cuerpo al primer día de los próximos cuatro años. En la inauguración, se dio rienda suelta al goce, después de tanto laburo hecho. Escenario a cielo abierto, al costado del aula reluciente. Un montón de sillas desplegadas en el cemento, con las casitas pegadas y la canchita al fondo iluminada. La gente que fue copando el lugar alrededor de las siete y los pibitos que andaban por ahí desde siempre, como bandada de palomas. En un abrir y cerrar de ojos, las sillas y el cemento habían quedado sepultados debajo de hombres y mujeres. El barrio decía presente pero muchos más llegaban desde afuera, pateando la calle Zepita y el pasillo del maxikiosco. El portón del aula abierto de par en par y adentro una muestra de fotos que daba cuenta de todo. Sobre el escenario, palabras de alegría y la mirada clavada en lo que vendrá. Bandera izada en el mástil, nos obligaba a alzar la vista, con la noche entrada en el barrio. Y en este momento, el mate corre en el aula hasta entibiarse, como los pibitos afuera pero sin pelota. El mate se lava, los pibes se ensucian. En este otoño nuevo, con la lana sobre el cuerpo, los estudiantes ya habrán empezado a garabatear el cuaderno que se compraron, o que estaba en casa a medio terminar. No hay mucho que anotar igual. Hoy es día de soltarse, hoy es momento de conocerse y de charlar, y de escucharse y de mirarse a los ojos. Hoy es el tiempo de caer en la cuenta de todo lo que está pasando. Probablemente no haya mucho para copiar en el pizarrón, pero lo trascendente es que ahí está el pizarrón, cubriendo la viejanueva pared de Vanulén, el flamante Pueblos de América. Como dijo Mario Gómez, referente del barrio, algunos días atrás: “Ahora no solo habrá contención en este espacio, sino que habrá jóvenes y adultos estudiando para recibirse en una de las profesiones más nobles que hay, que es la docencia. Acá no se trata de dádivas ni migajas, sino de oportunidades”. Y ahí están los profes, con el guardapolvo sobre la piel, toreando la emoción y haciendo que cobre vida este espacio que parieron después de tanto embarazo y en medio de un clima espeso, con un Estado mirando para otro lado, policías patoteros merodeando las calles acá nomás y un río de desocupados cada vez que alguien tiene la ocurrencia de colgar un cartelito ofreciendo trabajo. 43 años de distancia, y aún se huele el rastro de los setenta. Los puedo ver, sentados en ronda, escuchándose con los ojos mientras se presentan y tratan de poner en palabras lo que significa para cada uno, cada una, esta nueva chance. Los puedo oír, hablando sobre la marcha de ayer, sobre esa Plaza de Mayo colmada y memoriosa, alegre y vigorosa, como la juntada del viernes en la Villa pero multiplicada por mil. Se vienen tiempos de pizarrones verdes como Vanulén y como esos Falcon que acechaban a la vuelta de la esquina. Se viene la lucha épica entre ilusiones y realidad, entre la crudeza de las noches de invierno a la vera del Riachuelo y la tibieza del sol bostezando por la ventana. Se vienen días cargados de aprendizaje para todos y todas los que están formando ronda como hacían las Madres allá a lo lejos, cuando los milicos les exigían circular. Profes y estudiantes, reconociéndose en los nervios de los demás, construyéndose de pronto un horizonte que hasta hace poquito tiempo era impensado.   El 24 de ayer nos encontró felices, satisfechos, charlando, proyectando y ratificando que no hace falta calzarse máscaras adustas para salir a celebrar la memoria de un pueblo que no cede terreno. Había motivos de sobra para andar sonriendo por la Avenida de Mayo. Sabíamos que hoy comenzaban las clases en el Profesorado Villero. Sabíamos que se viene un camino cargado de historias y de conocimiento crítico. Sabemos que hay mucho para pensar, si queremos torcer el rumbo. Sabíamos, ayer, mientras marchábamos, que el neoliberalismo tiene patas cortas como la mentira que es. Sabemos, hoy, mientras toman asiento y sacan sus cartucheras los alumnos del segundo turno del Profesorado, que dentro de cuatro años habrá un grupo de maestras y maestros, saliendo temprano de la 21, en el 70, en tren o en bicicleta, yendo a dar clases en las escuelas públicas de la ciudad, para transformarlo todo.

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