Tiré el auto del otro lado de Córdoba. Imposible acercarse a Palermo un sábado a la noche, incluso en enero. Caminé diez cuadras y subí tres pisos hasta la cima del bar. El verano de Buenos Aires tiene ese extraño talento de ser insoportable a cualquier hora. La terraza estaba llena de gente y había que quedarse de pie, en modo arbustos. Estaríamos un lindo rato así. Las charlas estaban empezadas y no eran fáciles. Reviso un toque el WhatsApp mientras me alcanzan algo para tomar. Busco la crónica que me había mandado Camilo un par de días atrás. La encuentro enseguida. “Llueve en Recife, me pido un Uber -así arranca-. Tengo que zafar de la tv brasileña, rebosante de Pastores Jiménez y presentadores mal operados”.
Se sube al auto con saludos corteses y el chofer pone primera. Se llama Salomón, es negro y anda cerca de los 30. Es tímido pero quiere hablar. Lo primero que sale son algunas charlas menores sobre las vacaciones y el clima, pero Camilo sabía que tenían un rato de viaje y evita los rodeos: “¿Y vos qué pensás de Bolsonaro?”, le tira, mirándolo a los ojos por el retrovisor. Salomón suelta un pequeño suspiro y se toma unos segundos antes de responder nada. Por un momento, el pasajero temió haberse metido en un terreno incómodo, pero las cartas ya estaban echadas. Salomón decide por fin las que serían sus primeras palabras: dice que la gente cree en él y que todo lo que está pasando en su país es producto de una crisis ética de la clase política. “El Lava Jato le ha hecho daño a nuestro pueblo”.
Salomón le responde que no, que en Recife no ganó Bolsonaro: “Acá, en el Nordeste, Lula tiene el respaldo de los pobres, porque él es pernambucano”. Una mueca de nostalgia coincidió con la última frase del chofer. Como si él mismo hubiera confiado en el viejo líder petista, en las vísperas de la debacle moral.
En Palermo serían las dos de la mañana, y de a poco la terraza empezaba a mostrar algunos claros. La charla sobre cine se había transformado de pronto en un intento de hilvanar ideas sobre lo que está pasando en Venezuela. Muy difícil. Quizá hubiera convenido hacer la plancha en Netflix y la cartelera del Lorca. Ya habíamos conseguido mesa, eso era importante. Alguien tira que un proceso revolucionario como el bolivariano lleva tiempo, y que en el medio siempre hay marchas y contramarchas. Me quedé pensando en eso después, mientras volvía a casa: ¿de qué está hecho ese tiempo que lleva una revolución?
Es que, a fin de cuentas, no es el reloj de la revolución el que marca la hora de los pueblos. Cuando en alguna parte del mundo se abre una flor que comienza a destilar un aroma de libertad y justicia social, enseguida se activa el reloj de la otra muñeca, el tic tac contrarrevolucionario, las agujas que atoran el tiempo y lo vuelven hacia atrás, en lugar de dejarlo libre. Es como un escape de gas silencioso, que en medio de la noche puede hacer estragos. Un espejismo desbocado que se escapó de las carreteras y está ahí, delante nuestro, donde sea que vayamos.
Camilo se quedó un buen rato dándole vueltas a esa decepción que creyó ver en el chofer. En ningún momento le había hablado mal de Lula, pero había una pena que envolvía cada cosa que decía, incluso cuando intentaba explicarle que él comprendía a quienes habían votado a Bolsonaro. Salomón mencionó una crisis de la moral, pero evitó caer en el discurso facilista de que la política no sirve para nada o que son todos iguales. Los desengaños son dolorosos, sí, y son difíciles de contar.
Nunca se sabe, entonces, cómo es el tiempo de una revolución. De qué está hecho realmente. Se sabe que ese tiempo es acorralado y que el olor silvestre de la flor es delicadamente fumigado. En su lugar, va apareciendo el silbido perfumado y adormecedor de un escape de gas planificado, inducido. Es hora de talar praderas. Es el tiempo de la reacción, que encuentra la manera de alojarse en el reloj ajeno y aniquila como un virus letal a los eternos inocentes. Tic, tac, tic, tac: la muñeca de Maduro marca la peor hora de los venezolanos, obligados a marchar. Tic, tac, tic, tac: la bomba del viejo chavismo, que allá lejos fuera una flor pero que imperceptiblemente se ha ido transformando en una planta espinosa, imposible de empuñar sin que te salten las lágrimas.
Pero nosotros no podemos meternos en esos relojes para hacer saltar los resortes y ponerlos en una hora que no es. Esa es la cuestión. Cuando el reloj neoliberal se adueña del tiempo real, torcer sus agujas no parece una opción. Podemos patalear y expresarnos de muchas formas, pero será siempre en el acotado terreno de nuestro tiempo marginal. No podemos bloquear ni un camión, no podemos intervenir ni la cuenta del almacén. No tenemos ningún gas perfumado que podamos introducir en el silencio de la noche, ni espejismos desbocados que podamos hacer calzar en nuestros medios dominantes. No tenemos injerencia en el humor ni en el pensamiento de toda esa gente que descree del pueblo y sin embargo lo constituye. Nuestros medios de comunicación apenas si llegan a cubrir el acotado terreno de nuestro tiempo marginal.
Está hackeado el reloj de la revolución, y el rey negro acorralado contra el vértice del tablero. Hay un tiempo que anda libre y hay otro que tiene una caja de herramientas. Los peones que quedamos en pie nos tenemos a nosotros mismos. Acaso alguno llegue hasta el fondo y se convierta en nuestra dama.
Reloj blando en el momento de su primera explosión, Dalí
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