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LA HIJA QUE ELLA FUE #HistoriasdelSur

La tarde es hermosa, el otoño está al acecho. Hace un calor frágil, que no se pegotea en la piel, y el viento despeina graciosamente a los que llegan caminando. Nico juega a la pelota con sus primos en el empedrado de Villarino, justo antes de que la corte San Antonio. Los autos son un mito en este tramo del barrio y ellos se dispersan en su cancha de adoquín.


En los ambientes semivacíos de la casa chorizo se juntó bastante gente. Vecinos de la cuadra y conocidos de por acá nomás. Amistades zurcidas a fuerza de años y cruces fortuitos en los negocios del lugar. El cajón está sobre dos caballetes en la habitación del fondo, pegada a la cocina. Laura esparció unas sillas de plástico que le alcanzó una familia que vive dos casas más para allá.


Llora tranquila porque ya está. No tiene apuro. Sabe con rigor cómo lo va a extrañar, pero más le duele despedirse de la hija que ella fue. Entra y sale gente y el cuarto parece el marco de una toma fija que cambia de forma sin parar. Pero en esa foto hay una silueta dominante, clara, profunda: su amigo de la infancia lleva más de dos horas clavado junto al cajón. Fue de los primeros en llegar. Cuando lo vio, Laura corrió a abrazarlo y se enterró en su hombro. Ahora lo mira desde la cocina, sentada en la mesada como cuando era chica y con una taza de café en la mano. Sabe que es mejor dejarlos solos.


Nico vuelve de la calle con los cachetes colorados. Laura le cuenta que ese señor que está ahí, de traje, es el amigo del abuelo de toda la vida, y que cuando era joven jugó unos años en Ferro. Nico se le acerca y le tironea la manga: “¿Y vos de qué jugabas?”, le preguntó. Laura le guiña un ojo desde lejos. Él le devuelve una sonrisa y toma asiento para ponerse a la altura de su interrogador: “Yo era centrojás, pero el entrenador a veces hacía macanas y me ponía contra la raya”.



Juan anda por los pasillos del Borda, manos en los bolsillos, confundido. Le indicaron que siga por ahí pero no está llegando a ningún lado en particular. Es la primera vez que entra al hospital. Su hermana le insistió para acompañarlo, porque ella lo conoce al Tuco desde que era chiquita, pero no hubo caso. Quiso venir solo. Está nervioso, no por sentirse perdido, sino por pensar que lo puede encontrar en cualquier momento. Le manguean cigarrillos. Nadie le avisó que le convenía traer un atado. O sí, y él no llevó el apunte. Está temblando. No recuerda haberse sentido así de nervioso. Deambula por los corredores con la cabeza gacha y en una curva se percata de que no lo quiere ver.


Nunca imaginó que el Borda podía tener un descampado como ese. Anoche no pudo dormirse, pensando en las cosas que le diría cuando lo viera, y las imágenes en su cabeza olían a encierro. No había lugar para la libertad. Pisó el pasto crecido y se sintió mejor. Caminó hasta el fondo y se tiró al lado de una montaña de leña que alguien había recogido. La tarde está hermosa. Se nota que el otoño está por llegar.

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