Por Silvana Melo
(APe).- Hay olores que atraviesan la espalda cuando se sienten en un aula de Moreno. Hay olores asociados al miedo, a ausencias que son símbolos, que son imágenes en la pared. Hay olores que el piberío reconoce. El gas tiene un olor disfrazado, un olor prestado. El que le pusieron para que se reconozca, para que se sepa que ese olor no es normal, no forma parte de la vida cotidiana sino de las alertas de muerte. Ese olor se sintió otra vez en la Escuela 38 de Moreno. A nueve meses de que explotara la 49 y se llevara, como esquirlas, a Rubén Rodríguez y Sandra Calamano. Y por apenas minutos, perdonó a los chicos. Que estaban a quince de entrar.
Después de las muertes, de varios meses sin clases en toda la ciudad, de mezquindades y falacias, de las miradas de reojo desde el estado, de obras y desobras, de conexiones y desconexiones, de acusaciones partidarias. Después de que la verdad más tajante fueran los cuerpos de Rubén y Sandra. Después de aquel agosto, se sintió olor a gas en la Escuela 38.
Los inspectores de Gas Natural Fenosa llegaron, certificaron que había una pérdida, cortaron el suministro y dejaron todo en manos de quienes hicieron la instalación. El gas había sido habilitado apenas una semana atrás. El acta de la compañía es clara: “escape de gas interno. La instalación interna de gas no cumple con las normas aplicables en materia de seguridad”. Los niños estaban en clase. Rondaban, bostezaban y se reían por ahí. Mientras el gas escapaba, subrepticiamente. 250 chicos puestos en el patio. Para que no olieran. Como olían en agosto del año pasado, igualito que en la 49. Aunque ésta no explotó.
En la 38 de Moreno también se olía gas en agosto de 2018. Por eso decidieron la instalación nueva. Que se terminó nueve meses después. Y se habilitó hace una semana. Para que el viernes se oliera otra vez. Y todos volvieran a estar en peligro. 250 niñas y niños y sus maestras y sus preceptores y sus cocineros, rehenes de ese olor que estalla en las manos.
En el patio, atravesados por el miedo de aquel agosto. Aunque reglamentariamente exista la facultad de interrumpir las clases y mandarlos a casa. Hay un protocolo. Un articulado de seguridad para evitar lo que todos saben que puede pasar. Lo que todos tienen explotando en el corazón cada vez que huelen.
No es sólo la 38 donde el gas vuelve a escapar. En una ciudad en la que hubo siete meses para reparar todas las conexiones. Ni la provincia ni el municipio asumieron las responsabilidades plenas, envueltos en riñas mezquinas y preelectorales. Hay miles de niños que van a comer a los mediodías de esas cocinas, de hornalla imprescindible. Y empieza a hacer frío y la piel se eriza y la panza vacante se anuda justo en la ventanita que escucha, que comprende, que aprehende.
Ni la 38 ni tantas escuelas de Moreno ni tantas otras del conurbano, tienen salidas de emergencia que respeten las normas. Ni capacitaciones y ejercitaciones para eventuales evacuaciones. En Moreno, donde las clases terminaron en agosto en tantas aulas. En Moreno, donde hay una vicedirectora y un auxiliar muertos el día que explotó una escuela.
Porque en la provincia se escapa el gas, como un prisionero con rejas de papel. Y huele impunemente y nadie lo ataja. Y las escuelas pueden explotar. Sandra y Rubén lo recuerdan desde una pared.
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