Por Claudia Rafael
(APe).- La Corte Suprema acaba de flexibilizar la cuarentena para todos los ámbitos de la Justicia menos para los tribunales familiares y penales. Es decir, que allí donde deben tramitarse esas causas siguen de feria, excepto para los casos considerados “urgentes”. Y como escandalosa contrapartida, son 125 las niñas y niños que quedaron huérfanos tras el femicidio de sus madres en todo el año y 31 durante el mes de abril. En un altísimo porcentaje, los victimarios fueron sus padres. Por lo que esa orfandad es doble. No sólo desde lo concreto y tangible, sino también desde lo simbólico. Muchas de esas historias tendrán un derrotero similar al de los hijos de Rosana Galliano, asesinada en 2008 por su marido, José Arce. La tutela de los dos niños de entonces 2 y 4 años la obtuvieron el femicida y su madre, cómplice del asesinato, y recién fueron a vivir con la tía materna una vez que ambos murieron. Los dos ya eran adolescentes.
Muchos en la provincia siguen desconociendo que existe la Ley Brisa, por ejemplo. Así, concretamente, fue para el entorno de la familia de Camila Tarocco. Una ley nacida al calor del femicidio de Daiana Barrionuevo en 2015 y que lleva el nombre de su hija que, entonces, tenía tan sólo 2 años. Se trata de un régimen de reparación económica para hijas e hijos (equiparable a una jubilación mínima) tras el femicidio de sus madres. A pesar de que tanto Daiana como Camila vivían en la localidad de Moreno. Y que una y otra pertenecían a esa franja tan golpeada de la sociedad en la que es tan complejo pensar en sumar más chicos a la crianza cuando se dificulta el sustento para los propios.
Hay varias legislaciones que apuntan a garantizar la integridad de niñas y niños en esos derroteros. Como aquella que quita la responsabilidad parental a los padres responsables de esos femicidios. De todos modos, si bien esa ley habla “de garantizar el interés superior de la niña o niño que también fue víctima de violencia”, como recuerda María Laura Novo, abogada voluntaria del área de Incidencia en Políticas Públicas de La Casa del Encuentro, la realidad no suele pararse en ese lugar. “En el fuero penal no es habitual reconocer a más de un sujeto, la víctima. Su estructura, además, tiende a invisibilizar y convertir en objeto a la víctima”. Cuando en verdad “la ley de responsabilidad parental invita a mirar todo el recorrido de violencia que se padeció en ese núcleo familiar y así es como se obtienen elementos para fundar una sentencia condenatoria con perspectiva de género”.
Ese recorrido es doloroso y marca a fuego la biografía de esas chicas y chicos. Los hijos de Camila, de apenas 4 y 7 años, no pueden entender ese mundo adulto que les pinceló sus historias vitales de violencias. ¿Es posible salir indemne de esas experiencias? ¿Es posible ver, padecer, vivenciar infiernos en esas niñeces y salir ilesos? Muchas de esas niñas y niños atravesados por historias violentas que viven su punto de máxima tensión con el crimen de sus madres tienen, además, teñidas las relaciones afectivas por esas marcas. Muchas de esas niñas y niños convivieron con su padre y con las familias de su padre, el mismo que luego les arrebató a su mamá definitivamente. Y la Justicia les deja a ellos la tutela o las mismas niñas y niños “eligen” (en contextos en los que la posibilidad de elegir está teñida de múltiples factores) vivir con ellos.
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María Laura Novo plantea a APe que la ley que priva de responsabilidad parental a los victimarios “también garantiza que a futuro niñas, niños y adolescentes no se encuentren obligados a tener contacto en una unidad penitenciaria con la persona que ejerció violencia sobre su persona. Tal situación era recurrente, y exigida, para lograr la resocialización del condenado. En su articulado restringe el derecho de comunicación, las visitas, pero no quita la obligación del derecho de alimentos, que contempla todo lo necesario para la subsistencia. Es decir, priva al progenitor de derechos pero no extingue sus obligaciones”.
Pero la palabra legal y la vida cotidiana suelen deambular por carriles desencontrados. Hay una perversa bifurcación que colma de derechos escritos en pactos legales a las infancias mientras los deja desnudos, frágiles para la vulneración, desnutridos de ganas en los días nuestros de cada día.
Lo que ocurre –piensa María Laura Novo- es que “la ley se presume conocida para todas y todos pero es el mismo Poder Judicial el que, sin disimulo alguno, suele olvidar su implementación. Cuando hacemos referencia a cambiar estructuras tan arraigadas debemos contemplar los tiempos que llevará cimentar ese nuevo paradigma con perspectiva de género y en el que las personas se conviertan en sujetos de derecho y no objetos. La privación de la responsabilidad parental exige, ni más ni menos, un Estado presente que cumpla con los compromisos asumidos internacionalmente de protección de los derechos humanos”. Y tal vez, haya otras perspectivas más que sumarle a la de género a la hora de desarraigar esas miradas. Haría falta condimentarlas también con perspectiva de infancias que tan baldías se encuentran en los pasillos jurídicos.
Y la Corte Suprema, la que permite la continuidad de la feria por cuarentena para los fueros de familia y penal, no ofrece estadísticas claras sobre las sentencias condenatorias firmes que fueron notificadas al fuero civil “para garantizar protección a niñas, niños y adolescentes que padecieron violencia o fueron víctimas colaterales del femicidio de su madre”. Así lo argumenta Novo, desde La Casa del Encuentro, cuando reafirma que “esta tarea debería ser asumida por la Corte Suprema de Justicia de la Nación al momento de realizar el informe de femicidios que presenta cada año desde el 2015, luego de que el movimiento Ni Una Menos presentara los diez reclamos aquel 3 de junio” (tras el femicidio de Chiara Páez).
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Cuatro femicidios hace apenas un manojo de días dejaron sin su madre (y con su padre como victimario) a 9 niñas y niños.
Cada uno de ellos es una radiografía punzante del espanto. Y las realidades de cada una, de cada uno, no son lineales. Casi todos ellos fueron testigos y protagonistas del derrotero de violencias. Varios de ellos no logran pronunciar palabra desde que la muerte (que no es como en los dibujitos animados una dificultad anecdótica de la que al rato nomás se puede volver) les asestó el sablazo y los privó de sus madres. Son niños que probablemente no puedan del todo asir qué ocurrió. O quizás, sí. A lo mejor, como el niño tucumano, sólo habrá entrevisto la oscuridad. El miedo aterrador. Y eso bastará para hacerlo portador, por el resto de su vida, de una ausencia indescifrable dentro de sí. Ese niño tiene 4 años y quedó con la familia de su papá. Es así desde el lunes 20 de abril en que él lo dejó allí, en Simoca. Era la mañana de aquel lunes cuando para el niño su mamá quedó definitivamente atrás. Herida ya de muerte en la casita de La Madrid, a 47 kilómetros más al sur (y a 100 de la capital de provincia). Apenas un rato más tarde sería definitivamente huérfano. Su mamá murió asesinada por su papá que luego se ahorcó. Y probablemente devendrán en bocas adultas explicaciones endebles que lo llenarán de dudas.
No existen organismos ni organizaciones que nucleen la información. ¿Cuántas niñas y niños, entre los 117 femicidios que fueron cometidos entre el 1 de enero y el 30 de abril de 2020 quedaron, además de huérfanos, al cuidado de las familias de los femicidas? Esto obliga, indudablemente, a otro interrogante: ¿Todas las familias de femicidas son cómplices de los victimarios? No siempre. Pero es fundamental tener certezas para no revictimizar eternamente a la niñez.
Hubo –según los datos recabados por el observatorio Ahora que sí nos ven- 36 femicidios durante el aislamiento social, preventivo y obligatorio. Desde el 20 de marzo y hasta el 30 de abril. Período que disparó estruendosamente las estadísticas para ubicar un feminicidio cada 26 horas. Más de dos tercios, exactamente el 68%, fueron cometidos por las parejas o ex parejas de las víctimas y el 66% de los femicidios ocurrió en la vivienda de la víctima. A lo largo de todo el año, desde el 1 de enero y hasta el 30 de abril hubo 125 niños que quedaron huérfanos. En un doble o triple sentido. Porque se quedaron sin sus madres pero también sin sus padres. Por estar presos y ser los culpables del femicidio de sus madres o porque –como Juan Carlos Salvatierra, el papá del niño de 4 años- se suicidaron después.
La infancia victimizada sigue siendo invisible ante demasiados ojos. A pesar de que existen legislaciones que específicamente se ocupan de esa perspectiva. A finales de este mes se cumplirán tres años de la aprobación de la ley de pérdida de responsabilidad parental, impulsada por la Casa del Encuentro. Una legislación que no impidió que los dos hijos de Rosana Galliano, asesinada por su marido, José Arce, en complicidad con su madre, Elsa Aguilar, quedaran bajo su tenencia. Hasta los 14 y 16 años respectivamente, crecieron (durante 10 y 11 años cada uno) con su padre y su abuela paterna. Recién ahí –y a pesar de la denodada lucha de la familia de Rosana Galliano- fueron a vivir con su tía.
Hay enormes posibilidades de que cada 26 horas en este largo tiempo de pandemia una nueva niña, un nuevo niño, ingrese a ese globo feroz de ausencia definitiva. Precedido en muchísimas de esas historias por experiencias en las que el trauma es compañero. La Justicia jugará –como en tantas ocasiones- al como si. Entregarán tantas veces a las niñas y niños para ser tutelados por personas indebidas. Que formaron parte del dolor y seguirán abonando el sufrimiento como vehículo privilegiado para el vínculo. Tantas otras veces serán las mismas niñas y niños quienes “preferirán”, como únicas herramientas para su supervivencia, el cobijo en esos núcleos familiares.
En medio de los inviernos más crueles de la condición humana, habrá que fogonear oleadas de ternura que rescaten del fango a esas infancias. Que les pongan nombre. Que les cincelen la esperanza para redimensionar los sueños y devolverles la dignidad de crecer y criarse en un mundo que les abrace su historia entera. Y los quite de ese abanico de fragmentos en que esta sociedad enajenada permitió que se construyeran sus vidas.
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