Por Claudia Rafael
(APe).- ¿Acaso Blas podía tener otro destino más cierto que el de la muerte temprana? La suya es la radiografía más dolorosa y gráfica de la determinación del estado de cómo cercar a los pibes de los márgenes hasta ahogarlos en un sinrespiro. La partida de defunción dirá que Blas murió este lunes de un paro cardíaco como cualquier común mortal. La partida de defunción no dirá que en los días previos estuvo esposado de pies y manos por el servicio penitenciario bonaerense a una cama del hospital de Olavarría mientras tenía un coma farmacológico. Los partes médicos indicaban a su familia que –por la bacteria de neumococo- tenía comprometidos para entonces los pulmones, el hígado, los riñones, el páncreas. Las esposas en los tobillos y en las muñecas no hacían caso del respirador y del tubo con que le practicaban diálisis. Nadie hacía caso de esa muerte ya esperada desde hacía días. Y el juzgado recién ordenó abrir las esposas cuando, tras la denuncia familiar, intervino el Comité contra la Tortura.
Pero abrir las esposas no frenó la muerte. Esa muerte que pendía sobre la cabeza de Blas desde que hace una docena de años se trepaba al techo del Centro Complementario (CIC) del barrio Facundo Quiroga II y con apenas 12 años jugaba a ser pájaro y mariposa. Se creyó, Blas, el cuento de la libertad. Lo hizo propio y lo tatuó en su piel ajada de pibe de barriada pobre y castigada. Y se lo siguió creyendo cuando en 2009 entró a la escuela del Barrio CECO, a pocas cuadras de su casa, y rompió un vidrio y la directora llamó a la policía y los hombres de uniforme se lo llevaron a él, de 15 que con un manojo de sueños cortitos en la mochila enfrentó a la Bonaerense que se lo cargó en un patrullero como sólo enfrentan los desafiantes. ¿Alguien puede dudar de que Blas –a quien en una nota en esta Agencia llamábamos Juan por marzo de 2010 para cuidar su identidad- había llegado al mundo con el destino marcado por el estado?
La mamá de Blas no podía entender ayer por qué a su niño de veintipico se lo iban a encerrar de nuevo. Adentro de un ataúd se lo encarcelaría otra institución más, de tantas y tantas que intervinieron una tras otra en esa crónica anunciada. No lo salvó ni el Gauchito Gil al que los pibes del Facundo Quiroga le pedían imposibles mientras le ofrendaban fotos, puchos encendidos o alcohol. Es que al Blas no lo pueden cremar porque hay una causa penal por su muerte. Y si no hay cuerpo se deshacen las pruebas. Pero Blas todavía sigue esperando en la capilla de la unidad penal 38 del complejo penitenciario de Sierra Chica. Está ahí desde que el lunes lo trasladaron desde el hospital municipal, cuando exhaló sus últimos estertores. Es que Blas parece que por puro desafío y prepotencia de pibe crecido a los hachazos eligió, sólo para incomodar al Estado nomás, morir en día feriado. Y las morgues judiciales no abren sus puertas en feriado para el pobrerío.
“Entendé Blas que te estás regalando”, le decían desde hacía años militantes contra el gatillo fácil que veían cómo él era un claro referente para sus pares y para luchas colectivas. Pero Blas no podía consigo mismo. Es que los pibes –como dice Juan, que lo respetó y lo quiso bien y trató de insuflarle algo de su propia rabia militante- terminan reproduciendo la misma violencia que ellos mismos sufren. A ver quién tiene más sangre, a ver quién es el más poronga.
Blas se murió porque lo fueron matando en cuotas. Cuando los policías, a los 14 ó 15 lo sacaron por la fuerza del salón de clases. Delante de todos sus compañeros, que lo miraban atónitos. Un año más tarde, cuando los bonaerenses -a él y a los pibes como él- le iban marcando las fronteras del barrio lo cruzó un patrullero y un policía lo invitó a pelear: “vos y yo solos. Me saco el uniforme y nos encontramos”. Por la noche las cosas fueron distintas: los médicos contabilizaron más de 20 impactos de balas de goma en él.
Tiempo después, su cuerpo ya veterano de golpizas institucionales dejaría marcas que quedarían reseñadas en un hábeas corpus: “el ojo derecho inflamado y morado, la mejilla con una lesión producto de que fue arrastrado; otra en el cuello debido a que lo agarraron desde atrás y lo apretaban hasta casi producirle un desmayo, en la nuca tiene un golpe de arma así como en las piernas, espalda y en los brazos; en las muñecas tiene marcas de las esposas”.
Blas Hernández conoció el encierro desde niño. La última vez que lo detuvieron fue en los últimos minutos de enero pasado por “tentativa de homicidio” de otro pibe como él. A ver quién es el más poronga. A ver quién tiene más sangre.
Este 4 de marzo, apenas un mes después de esa detención, murió en el hospital municipal porque prácticamente lo dejaron morir en una celda de la unidad 38.
A los 22 ya había sido papá de un nene que tiene un año y diez meses. Y que alguna vez sabrá que su papá, Blas, el del Facundo Quiroga II, de chico se trepaba al CIC de esa barriada construida por cooperativas de desocupados, y miraba al mundo desde arriba, soñándose pájaro o mariposa, creyendo que podía ser libre para siempre. Y se creyó el cuento. Hasta que terminaron de matarlo.
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