Laura se pone en puntas de pie para ver si alcanza los libros del último estante, pero por más que estira el brazo no los puede tocar. Pega dos saltitos e intenta voltearlos de un manotazo. Tampoco. Se ató a la cintura un rollo de cocina, como si fuera el coso que se arman los electricistas con las cintas aisladoras o el manojo de llaves de un carcelero. Hace rato que está meta estornudar. Era hora de que venga, dos meses pasaron del velatorio. Esa tarde, la casa se había llenado de gente. Ahora estaban solitos, los dos, tragando el polvo que salía a borbotones de la biblioteca y de todas partes. Nico forma pilas en el piso con los libros que mami ya bajó. Por el abuelo casi no pregunta.
Laura cumplió 43 la semana pasada, pero sencillamente se olvidó. Tiene el pelo negro recogido con un rodete y los ojos verde agua. Se le ve la tristeza, incluso si no está triste. Se acordó de pronto de cuando era chica y salía corriendo del colegio: dejaba la mochila, tomaba un vaso de agua, agarraba la bolsa de empanadas y otra vez a la calle. Llegaba justo para la hora del almuerzo a la fábrica donde laburaba el viejo, sobre Magallanes. Bah, la fachada daba a la avenida, pero ella sabía que la gente salía por el portón de la vuelta a fumarse un pucho en la vereda. Edgardo era delegado, tantos años laburando en el mismo lugar. Él se había encargado de que sus compañeros la conocieran a Laura, la primera vez que vino con el paquete en el canasto de la bicicleta.
Y ella era feliz con ese trabajo que hacía después de la escuela. Le llevaba un rato nomás, pero había que hacerlo, y así sentía que era útil en la casa. A la noche lo mismo, le daba una mano a la mamá con el repulgue: preparaban dos y a veces hasta tres docenas, y era raro que sobraran; la mayoría de los días se volvía de la fábrica con el canasto vacío. Un día pinchó la bici y entonces corría nomás. La única bicicletería del barrio que ella conocía estaba siempre cerrada, y con el tiempo se fue olvidando. La changa le duró lo que duró la calma en la fábrica. Pronto vendrían los primeros despidos y los rumores de cierre, la preocupación de los obreros, el descrédito del sindicato. Se había largado el chaparrón de los noventa y las gotas hacían globito en los charcos: señal de largas tristezas. La pena inundaba los ojos claros de Laura, que veía cómo los compañeros de su papá ya ni se acercaban a saludarla porque les daba pudor no poderle comprar las empanadas que vendía.
Mira el reloj, ya van a ser las tres. Le pregunta a Nico si tiene hambre. “En un ratito comemos”, promete. La biblioteca empotrada a la pared quedó como dios la trajo al mundo, y Laura empezó a guardar los libros en las cuatro cajas que había traído. Casi todo lo que había en la casa lo mandó a regalar a unas familias de la cuadra que están en la mala. Fue a buscar el saquito y en eso encendió la luz del cuarto. Sobre la almohada hay un libro con señalador, pero todavía no se atreve a ver cuál es.
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