Por Claudia Rafael
(APe).- “Necesito un calefactor, hace friiiioooo... como nunca LPM tgo frío. Llega a nevar, me muero”, escribió Nancy Roldán el 9 de junio en su facebook. Sólo unas horas más tarde el fuego y una explosión -tras salvar como una leona desquiciada a siete de sus hijos y nietos- moriría junto a su marido y a un hijo de 16 años. Ya son once los muertos en Comodoro Rivadavia por incendios o por envenenamiento con monóxido de carbono en lo que va de este año. Como Neymar, el 30 de mayo, en el barrio Abel Amaya, con sólo 4 años que se asustó por el fuego que avanzaba y se escondió debajo de la cama.
Nancy alcanzó a congelar en una red social una frase tremenda que queda enmarcada para quien quiera ver y escuchar lo que se vendría apenas en la mañana siguiente.
Una chispa. Una llama. Una explosión que aturdía. El mundo que se venía abajo. La trampa mortal que devoró la casucha de precariedades viejas. El fuego que se comía todo impiadosamente. Los vecinos desesperados que iban recogiendo uno a uno a los siete chicos –entre 2 y 12 años- que Nancy iba pasando por la ventana. Enmarcada con rejas que pretenden proteger de las inseguridades de la vida. Y la mujer que, desde afuera, veía el instante feroz en que Nancy se caía, golpeaba el mísero suelo de la pobreza extrema con su anatomía y moría calcinada.
Ni el frío extremo. Ni el chaperío de la construcción. Ni el techo de desamparos. Ni la barriada de padecimientos tienen la culpa. Porque Nancy y los suyos pertenecen al vasto ejército de los olvidados de la tierra. Los que no saben de la tibieza de la vida porque los marioneteros del poder señalaron quiénes sí y quiénes no. Y el estrago llega como un monstruo que aniquila y serpentea para atrapar a los postergados.
Mientras, en la provincia de Chubut se votaba. La gente jugaba a decidir los rumbos.
La vida quedó definitivamente baldía de un manojo de historias. Que ya no son. Que ya no serán. Ya sus voces fueron taladas. Y hay culpables con nombre y apellido que construyen a diario una sociedad perversa que empuja a los sobrantes a la pira de todos los sacrificios. Que observan y digitan el mundo desde sus sillones palaciegos. Mientras hubo también –porque siempre, desde algún sitio asoman- quienes portan las luces de otra esperanza. Que estiraron sus brazos para cobijar. Que rompieron con una palanca la ventana para socorrer. Que tejieron las redes del abrigo. Los portadores de utopías cotidianas, diría Gioconda Belli. Que con un gesto o una palabra, un grito o un golpe asestado sobre la mesa de los desesperados dicen basta. Que alzaron en sus brazos, uno tras otro, a siete niñas y niños mientras la muerte gestaba las cenizas del abatimiento.
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