Por Silvana Melo
(APe).- Es uno menos. Y lo festejarán los gendarmes del sistema, los que están puestos para adelgazar, día tras día, la franja anchísima de los descartados. Matías Alderete era uno de ellos. Con quince hermanos en casa, en un barrio confinado de Tablada, en la infinita Matanza, acaso fuera intuitivamente consciente de su fatalidad. De allí no saldría, nunca. A los 14 era parte de aquel container de calles polvorientas. De una chatarra social que el estado barre hacia las periferias del mundo, para que no se vean. Para que no se noten. Para que no fastidien la entrada brillante a los otros mundos, del G20 y la Unión Europea.
A Matías lo mataron por la espalda cuando iba a la escuela. Eran las seis de la tarde y se había puesto la capucha de la campera porque hacía frío y porque es parte de su identidad. La escuela, que sobrevive a duras penas, que ofrece lo que puede además de algo de comer. La igualdad y la equidad son quimeras que cuelgan de un poster con la Convención de los Derechos del Niño en un pasillo, cerca de los baños. Pura sanata en una tierra donde la desigualdad se dispara como la bala del policía que fue a colocarse entre los omóplatos de un pibe que iba a la escuela a las seis de la tarde. Ya expulsado del resto de las redes educativas.
Pura sanata en una tierra donde uno de cada tres chicos vive en casas de “material deficiente”. Son dos millones y medio de chicos que duermen, se despiertan, comen lo que hay y tratan de abrigarse en viviendas con techos de paja, paredes de chapa con algún ladrillo, pisos de tierra, puertas que no lo son y algo parecido a baños en el exterior.
En Camino de Cintura y Crovara, cerca de la Rotonda de San Justo, cayó Matías. Apenas de 14. Bajo la compulsión de muerte de un policía de civil. Bajo la facilidad de gatillo de un hombre formateado para disparar por la espalda. Luego llegarían más, esta vez con uniformes y patrulleros, a rodear al cadáver. Y a pensar la historia. Que había ido a comprarle una bicicleta. Que Matías los apuntó con un arma para quedársela. Que el policía disparó.
La anécdota es aleatoria.
Porque Matías iba a la escuela y ellos pasaban de cacería. Y una bala le atravesó la espalda. Tenía 14, una condena de origen etiquetada en la piel, pero iba a la escuela. Había una semilla de esperanza que lo sostenía y lo impulsaba a integrarse en un sistema que lo volvía a desalojar todos los días.
Y si hubiera intentado robar, no cambiaría nada su muerte artera, su muerte de niño atravesado por todos los puñales de la historia. De la suya, de las anteriores y de las que vendrán. De la de su hermano preso a los 18, de la de su madre, que no tiene celular, que no le dan las espaldas para llevar la vida, que volvía de la comisaría con los tuppers vacíos y se encontró con su cuerpo tendido y los tuppers quedaron en la calle cuando la policía decidió mover el cuerpo en contra de todo protocolo y llevarlo al hospital donde se terminó de morir.
Y Matías es uno menos, para los gendarmes del sistema y sus voceros de la radio y de la tele. Es uno menos en la política higiénica del estado, que barre basura para allanar las calles de los elegidos. Es uno más en las listas larguísimas de los muertos por la ligereza legitimada de la bala policial. Anónimo entre tantos. Olvidado por todos los obituarios.
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