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MAQUIAVELO #HistoriasdelSur

Cinco minutos de bondi separan a San Telmo de La Boca. Al menos de noche. Juan se sentó en el fondo y seguía pensando en esos capítulos de El Príncipe que tiene que releer para la facultad. Exactamente lo mismo, otra vez. Lo intentó. Se sirvió una copa de vino y se echó en el sillón con las fotocopias. Pero la copa se acabó y sus ojos seguían arrastrándose por el mismo par de líneas. Estuvo a punto de servirse otra, pero se dio cuenta de que ese asunto no iba a funcionar. Se cambió el pantalón, manoteó la sube y salió. Ya sabía exactamente adónde iba.


La vieja y la hermana más chica viven en la casa de siempre, la de Quinquela y Hernandarias, la de su infancia y adolescencia. Los pibes del colegio decían que estaba ubicada en el mejor lugar del mundo, justo en el medio de la Brown y la Matheu. También le envidiaban un poco la mamá, porque ninguno tenía una como Rita: ella lo dejaba salir, lo esperaba con la merienda y no lo hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. En lo de Juan había siempre leche y vainillas. Aparte, Rita era linda.



Con sus compañeritos, se pasaban las tardes en la Brown, salvo que tuvieran muchos deberes. Después de la secundaria, pegó un laburito de cadete en una fábrica del barrio, y ahí fue que cambió la Brown por la Matheu. Hacía toda la mañana en el centro y le entraba al sánguche de mila en el bondi mientras pegaba la vuelta. Se echaba a descansar un rato en el pasto y recién ahí volvía a la oficina con las cosas listas. Un verano de esos, se enganchó con una piba de Barracas y casi todas las noches se veían en la plaza. Para el lado de la Brown no volvió más.


Alzó la vista de golpe y ya tenía que bajarse. Por suerte cortó el semáforo, porque la otra parada del 24 queda lejos. Cruzó la avenida y tomó California. La noche está fresca pero en el apuro se había dejado el cangurito. Igual, el frío no importaba. Camina despacio y por la calle, tan boquense como siempre. Cerca de Irala, la ve de refilón. No cruza la esquina. Dobla y apura el paso. Diez metros antes de Salvadores está el portón, y ahí sigue intacto lo que Juan andaba buscando: “Güili”, se lee, escrito con letra fea y con la diéresis bien puesta, y eso es todo lo que hay, como si la gente del barrio hubiera pactado no borrarlo ni escribirle encima nunca más, o al menos hasta ahora, cosa de que el flaco pudiera verlo otra vez y sentirse pibe por un rato.


Se quedó como bloqueado, de jeta al galpón. Y así como estaba, con las manos en los bolsillos del pantalón, giró y miró la plaza. Recién ahí se percató de que tampoco traía el celular. No había nada en la plaza, y Juan se quedó mirando un poco más. A esta altura de la noche y con un cielo tan borroso como ese, había perdido la cuenta de lo que fuera que tenía que hacer. Pensó que todo eso había sido una estupidez, chistó y pegó la vuelta por Salvadores. De pronto, no supo cómo, estaba en la puerta de su casa vieja. Ya eran más de las doce. Rita se asustó con el timbre.

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