Por Claudia Rafael
(APe).- Paran un instante la pelota y estallan en una risa. Se miran cómplices. Se abrazan. Son mujeres de fuego. Mujeres que afrontan la lucha y son estandarte de muchos. Son referencia histórica y lo saben. Aunque no sea eso lo que las mueve. Es que cada una de ellas se transformó en espacios colectivos. Se hizo resistencia. Se vistió de dolor y de llanto y ganó fortalezas en cada lágrima.
Marta Montero hoy cumple años. Ella mira a la cámara con esa sonrisa de picardías mientras sostiene a su hijo Matías que cuelga una bandera sobre las rejas en un reclamo sistémico de justicia. No la justicia de los tribunales de estructuras burocráticas sino esa otra justicia que se gana en las calles, que busca que no haya más Lucías Pérez, como se llamaba su hija adolescente, asesinada por impunes tres años atrás un 8 de octubre. Y Marta se hace rabia, se hace ternura, se hace grito y se permite esa risa que sostiene. A ella y al resto.
Como la risa de Emilia Vasallo, que se levanta una y mil veces, a cada instante, en cada esquina, en cada calle de barro o de asfalto, con la foto de Paly Acosta, asesinado hace 6 años por un policía bonaerense. Emilia se ríe, a pesar de los huracanes que se le echan encima. Del allanamiento de hace unos días, durante 40 minutos, en donde una veintena de policías encapuchados la esposaron junto a su otro hijo, del intento de disciplinamiento feroz mientras apuntaban a ella y a su hijo con un arma. Emilia se planta. Está a la cabeza de las marchas que reflejan las miles de víctimas de gatillo fácil. Y habla desde su rabia, desde su lógica impecable, desde esa sabiduría que es la de multitud de mujeres que aprendieron a ser a partir de las cuchilladas del sistema.
Y ríe Mónica Alegre, la mamá de Luciano, el pibe de 16 que dijo que no. Esa mujer que se transformó en artesana. Que se reconstruyó. Que renació de las cenizas en las que la hizo arder el estrago. Que estudió. Que se fue abriendo paso desde los subsuelos. Y se fogueó en los espacios colectivos. Y es llamarada y a la vez risa. Porque sabe, ella lo sabe, que la risa es muleta. Es sostén. Es vida en medio de tanta muerte provocada.
Como la risa que larga Sandra Gómez. Que ríe y llora a la vez. Que ríe y grita. Que ríe e incita a la rebeldía. Que fue parida por Omar Cigarán, su hijo de 17, asesinado por un policía bonaerense pero condenada a la impunidad. Que, como Mónica, terminó la secundaria. Que se sabe referente. Que se sabe bandera y por eso marca la cancha con su paso firme. Y se abraza con sus pares. Madres como ella.
Madres todas ellas como la gran Madre. Que conmueve multitudes. Que camina como una hormiga incansable junto a los desarrapados de cada geografía. Que no sólo sonríe sino que arranca risas impensables a su paso. Norita Cortiñas que sigue, sigue y sigue. Con ese desparpajo que le asoma desde cada rincón de su cuerpo. Que la lleva a patear una pelota de fútbol en la plaza de Congreso con el rostro de su Gustavo sobre el pecho, a calzarse un pañuelo verde, a reivindicar la calle como el espacio inexorable, a reir como una niña hasta que la panza duele. Norita que abraza y convence de que la lucha sana sólo y siempre y cuando sea colectiva. Porque la vida se honra en dignidades. Con la voz hecha estallido pero la ternura en pie. Con la risa. Esa risa. La risa nuestra. La de todas y todos los que las vemos y sabemos en qué exacto lugar de la historia y de la vida está el camino.
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