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Evidentemente, no da igual, tener un presidente títere y uno docente.

En la sala de profesores de cualquier escuela -e incluso en las universidades-, la “falta de atención de los alumnos” y su “incapacidad para concentrarse” son temas estelares. Es una preocupación actual y central del campo de la pedagogía y quintas aledañas. Docentes de todas partes del mundo se preguntan cómo hacer para que los pibitos entiendan algo, y las revistas científicas educativas tienen en lista de espera cientos de artículos que versan sobre esta cuestión. Y es cierto: en tiempos de 140 caracteres y stories de 10 segundos, descubrirnos deslumbrados por una alocución de varios minutos se puso más difícil.


A todo esto, venimos de cuatro años de discursos presidenciales que se acercaron más a un spot de bajo presupuesto que a una comunicación política. Pero, permítannos rehuir del chiste fácil de que fue al Newman y no aprendió a hablar. Sí aprendió, y lo hace como cualquiera que tenga que salir en público a explicar lo inexplicable: mucha sonrisa, poca palabra; cortito y al pie, lo justo para que nadie lo acuse después de no dar la cara.


El 13 de diciembre último, a tres días del pase de manos del bastón, se viralizó una no-noticia: el flamante Presidente, Alberto Fernández, estaba tomando examen en la Facultad de Derecho de la UBA, donde llevaba un par de décadas trabajando como profesor de la materia Teoría General del Delito y Sistema de la Pena -que dictó, incluso, en plena campaña electoral-. Estudiantes exaltados, la foto con cara atenta y la intriga de a cuántos habría desaprobado, fueron trending topic.


Pero Alberto siguió demostrando su claridad didáctica, su sencillez sin desmedro de la profundidad: “En materia económica, no pretendo ser intervencionista; lo que quiero es crear un Estado inteligente, que equilibre las desigualdades que anidan en los mercados”, dijo en estos días, mientras hablaba de la minería. Compara, luego, la renegociación de la deuda con una partida de poker, y aclara que no son chicos, los jugadores que están sentados a la mesa. Durante sus primeras semanas al frente del Ejecutivo, lo hemos visto atender a periodistas que realizan su labor precariamente, y ahí estaba el presidente docente, explicándoles una y otra vez conceptos que no son difíciles de abordar, con la paciencia propia de alguien que tiene experiencia acompañando a jóvenes que están haciendo sus armas como universitarios.


Evidentemente, no da igual, tener un presidente títere y uno docente. El primero, ya sabemos dónde nos dejó. El segundo, nos recuerda a profesores que nos enmudecían, en el buen sentido de la palabra, porque encontraban la manera de llegarnos y nos inspiraban a querer saber más; eran esos que luego los veíamos recoger el guante del derecho a la educación y al conocimiento, compartiéndolo, haciéndolo más accesible. Alberto da cátedra y nos viene a recordar que la docencia está ahí, en cada rincón de nuestras vidas. Nos recuerda, también, que todo acto político tiene tras de sí una concepción -y una posición- pedagógica.

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