Por Claudia Rafael
(APe).- Lara tiene tres o cuatro años menos que Thelma Fardín. Tal vez ayer en la tarde se sentó frente a la tele y miró a esas decenas de mujeres famosas, de las que usualmente pueblan las pantallas grandes o chicas, diciendo a coro “mirá cómo nos ponemos”. Quizás se vio en el espejo de esa piba bonita que hacía de la “popular” Josefina en la tira “Patito feo”. Pero Lara no es Thelma ni lo será jamás. No tuvo un colectivo de pares que estiraran los brazos para cobijarla. Ni lo habría hoy ocho o nueve años después de aquellos abusos sexuales sistémicos que la atrapaban entre telarañas dentro de las cuatro paredes de su casucha. El que le decía “mirá cómo me ponés” o ni siquiera eso, no era el protagonista de una telenovela de enorme rating sino ese hombre entrado en carnes, que olía a alcohol y pasaba demasiado tiempo dentro de la casa. Ese hombre del que lleva su sangre y sus genes. Y el Estado cada dos por tres, cuando intuía que las cosas se ponían difíciles, la arrancaba de la casita y la “protegía” temporalmente en el instituto para pibas en la ciudad. Pero después, la regresaba a la trampa feroz.
“Mirá cómo me ponés”, “vos te la buscás”, “por qué volvés si decís que no te gusta”, “por qué te vestís de esa manera”, “si lo contás, nadie te va a creer”, “este es un secreto entre vos y yo”, son todas estrategias del poder. Son todas herramientas de los victimarios.
Lara no es Thelma porque no tendrá cadena nacional que hable de ella ni tampoco contará con la empatía de su entorno. Porque en su entorno o en el de la piba de 15 que contó que un gendarme la había abusado en Lomas de Zamora o en el de los pibes violados por el cura Grassi todo cuesta el doble o el triple. Y la batalla no se empieza o bien, se diluye en el camino. La realidad cotidiana de miles y miles de pibas y pibes no es ésa. Las violaciones, puertas adentro de la propia casa, en el entorno familiar, en la escuela, en el club, en la iglesia no importa el culto, en el trabajo, en los parques, en el programa de tevé, en el teatro, en el hospital son naturalizadas por una sociedad en la que hay estructuras de poder que dividen tajantemente entre dominadores y dominados. Entre abusadores y abusados. Entre golpeadores y golpeados. Entre explotadores y explotados.
Y Thelma, que a los 16 fue violada por un actor y cantante de los que acostumbran a derretir con sus sonrisas, puede hablar nueve años después porque otras hablaron antes pero también porque fue abrazada. Porque no se naturalizó su dolor.
El cuerpo de Thelma, el de Lara, el de la piba de Lomas, el de los niños de la fundación de Grassi, el de los pibes de los juveniles de Independiente, el de la niña de 13 de Rosario de Lerma, el de Lucía Pérez, el de María Soledad Morales, el de Patricia y Leyla en los crímenes de la Dársena, el de Natalia Melmann, el de Melina Romero, el de tantas y tantos, es el territorio donde el poder planta bandera para devastar. Para hacer tierra baldía. Para disciplinar. Para ejercer control. Para punir ante el atisbo de no. Para violentar, arrojar a la basura, volver a utilizar. Para estampar las huellas de la crueldad sobre la piel. Para usurpar la vida.
La rebeldía no es un acto de estallido individual. Es un estadío amasado en el tiempo. Con el cobijo colectivo para dar cada paso. La rebeldía es un acto irreductible ante los detentadores del poder. Que sólo se construye en el tejido social entre pares. Para resistir ante los pedagogos de la crueldad. Que saben amasar mansa o violentamente su perversidad cuando prima el silencio de los sojuzgados.
Comments