Por Claudia Rafael
(Ape).- Benjamín tenía cuatro años. Su muerte es la radiografía acabada de la crueldad. El punto exacto en el que la condición humana se desviste de su piel de cordero para asumir la del lobo que devorará a sus presas. Benjamín era apenas un niño. Un tucumanito que jugaba en la libertad que le concedía su entera vida, resumida en cuatro veces un año. En experiencias que no lo hicieron pisar la escuela. Ni correr una carrera en bicicleta ni enamorarse rabiosamente de la vida. Lo encontraron colgado bajo un puente. Mínimo. Pequeñísimo. Inexplicable su muerte minúscula y enorme. En la Tucumán pobre y diversa. Donde todos dicen todo. Que hubo detrás alguien del poder. Que fueron los narcos. Que era conocido. Que Ulises Benjamín Ayala, de apenas cuatro años, se fue con el asesino que lo invitaba a jugar debajo de ese puente. Un puente tucumano con nombre de hijo de dios. Y lo puso en la bandeja de la muerte amarrado a un cable que le despedazó los sentidos. Mientras una cola de más de veinte cuadras intentaba llegar a un empleo en un supermercado por ahí no más, en Yerba Buena.
Benjamín fue la víctima de los hombres. Que matan. Que aturden. Que destrozan. En el jardín de la república, en el que es posible bailar para hacer linda esta triste vida y así se olvida que hay que morir como cantaba la más bella de las tucumanas. Pero Benjamín se quedó en el camino.
Hablan. Dicen. Cuentan historias. Desmienten un suicidio como si a los cuatro años Benjamín hubiera podido conducir sus pasos hasta el puente Jesús de Nazareth y ahorcarse con un cable. Aseguran que tal vez quiso amenazar a sus victimarios. Con sus diminutos cuatro años. En donde la vida, más allá de sus pesares y sus mochilas de escaseces pudiese saber a otra cosa que no fuese a las alas de un colibrí o los sueños de un chocolate tibio.
Benjamín. Ojos de almendra brillante que ríe desde la mirada. Con la ingenuidad entre los labios. Desconocedor de lo crueles que pueden ser los adultos. Le tocó nacer y vivir en una provincia bella del corazón del país. Donde gobiernan siempre los mismos alternándose entre amigos y ex amigos. Y siempre quedan bajo los puentes y bajo todas las hambres los benjamines.
Le tocó nacer y vivir, a Benjamín, en una tierra con 32,2 % de pobreza. Con 290.000 personas en las pobreza y 33 mil en la indigencia en los cordones del Gran Tucumán – Tafí Viejo. Diez puntos en un año se disparó la pobreza en el tucumancito de Benjamín. Más del 10 % de desempleo. La mitad de los que trabajan están precarizados. En negro. Sin registro. Invisibles. Como Benjamín. Como miles de benjamines de pancita vacía.
A Benjamín lo mataron. En los mismos días en que una hilera humana de veinte largas cuadras sueña con un puestito de trabajo en un supermercado a punto de abrirse en Yerba Buena. En los mismos tiempos en que el frío asuela los huesos. Cuando la pobreza aprieta el alma. Cuando en el merendero al que asistía Benjamín se desdoblaban por el plato de comida calentita.
Benjamín es la síntesis del dolor país. En el que las desdichas y las angustias se miden en falsa escuadra.
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